Fuente: El Diario de Sevilla 19/07/2014 LA TRIBUNA Autor: Víctor Vázquez
Pablo Iglesias y el puritanismo
UN pacto social como el de la Constitución sólo se sostiene si son
reales unas condiciones mínimas de igualdad democrática y material, y lo
cierto es que, en los últimos años, ha habido muchas señales de que
estas condiciones igualitarias pierden su vigencia en nuestro país. Por
ello, creo que a nadie le debería sorprender, incluso si ha tenido la
fortuna de permanecer al margen del reparto de la pobreza, que una parte
de la ciudadanía haya compartido y hecho causa común de su indignación,
poniendo en cuestión la justicia del marco político en el que viven.
Lo que sí resulta sorpresivo, en cambio, de todo este proceso
que nació, en principio, como un movimiento asambleario y errático, ha
sido que a la postre haya encontrado su "pastor", y decimos pastor en el
sentido protestante, o mejor dicho, puritano, del término, en la figura
carismática del profesor Pablo Iglesias. Y es que, si bien el 15-M o
movimientos políticos como Podemos son manifestaciones originales de un
nuevo tiempo político, su carácter inédito no iguala al que tiene la
irrupción de este puritanismo en una historia política, la española, tan
ajena al influjo protestante.
La vinculación de Pablo Iglesias con la tradición puritana creo
que ha sido bastante explícita. Desde su desembarco mediático, Iglesias
ha mostrado intencionadamente que es alguien que se expresa desde la
convicción que da el conocimiento de la verdad; que es alguien avalado
por la pureza de sus obras y su modo de vida; y que tiene la aspiración
de construir el Estado como una estricta comunidad moral. En este
sentido, Iglesias se sitúa a la contra de la posmodernidad, con un
discurso que, sobre este puritanismo, puede calificarse de todo menos de
líquido.
Es probable que sea esta nitidez la que explique parte de su
éxito. Así, frente a la cosmética y banalidad del inmediato pasado
zapateril, el votante de izquierda ha contrastado en Iglesias el encanto
sólido de un discurso basado en la creencia; y todos aquellos que
debaten bajo el pacto tácito del cinismo se han encontrado con un
político que aspira a hacerlo desde las exigencias que impone la verdad.
Aunque suene paradójico, para sorpresa de todos, Iglesias se ha situado
en el lado de los que combaten esa tiranía del relativismo de la que,
desde sus antípodas, hablara el papa Benedicto.
También se han equivocado quienes juzgaban a Iglesias como
alguien embriagado por la juventud y propenso al error. Pese a que su
discurso en la forma está cargado de fervor, en su contenido no es sólo
sobrio, sino que es, como el de un buen puritano, abstemio, es decir, el
discurso de alguien que no mezcla, que no prueba un sorbo de lo que
está mal y vive siempre lejos de contradecirse. Un discurso en el que la
impronta calvinista se hace patente en una no disimulada desconfianza
intelectual hacia la alegría y hacia cualquier otra forma de comunión
que proceda del júbilo.
Pero el puritanismo político tiene peajes y limitaciones. Decía
Chesterton que tras el puritanismo hay un deseo de guarnición, la
obsesión por trazar una frontera con el impuro, por cerrar el círculo de
lo que uno es, aun cuando esto impida participar en algo de lo que son
los otros. Haber pronunciado la frase "el terrorismo causó dolor, pero
también tiene explicaciones políticas" fue uno de los pocos errores
públicos de Iglesias y su origen no tiene que ver con la calumniosa
simpatía terrorista que de forma zafia e impune le otorgan. El error de
esta frase se encuentra en el uso de la conjunción adversativa. Lo que
ocurre es que con ella Iglesias no quiso justificar el terrorismo, sino
justificarse a él y evitar que, sobre cualquier tema, alguien pudiera
confundir su opinión con la de los impuros. Con el "pero" Iglesias
marcaba la diferencia de su territorio moral, y esa obsesión, en este
caso, le llevó a decir algo impropio de alguien inteligente.
Es esta necesidad de apartarse de la impureza, del magma sucio
de la historia, la que obliga también a Iglesias a condenar el relato de
la transición española, en tanto éste no sería sino el producto de las
maniobras lampedusianas del monarca y sus cortesanos, y de la proyección
sobre toda la sociedad de la hegemonía de los grupos dominantes. Este
relato alternativo puede ser intelectualmente sugerente, pero esbozado
así, sin ninguna concesión, implica a su vez algo tan cruel como obligar
a reconocer a buena parte de los españoles que prosperaron en estos
años, que han llevado una vida de mentira, y en tanto dóciles súbditos,
casi de pecado.
Walt Withman escribió aquello de que sólo contradiciéndose a sí
mismo el hombre es capaz de ser inmenso y contener multitudes. Pablo
Iglesias ha demostrado que es que es un gran predicador, que puede
fundar una comunidad y ser un pastor ejemplar, pero si aspira a
regenerar un país en el que hay un pluralismo razonable de formas de
vida no podrá hacerlo sobre su estricto puritanismo sino que tendrá que
asumir la angustia de la contradicción. Esto supone estar dispuesto a
cambiar de opinión, a comulgar con la alegría ajena e, incluso, en
alguna ocasión, a dejarse convencer con argumentos.
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