Fuente: ABC 24/07/2014 Autor: Gabriel Albiac
Exterminar cristianos
Voy siguiendo el genocidio de los cristianos en África. Más aún con asombro que con horror
ES público y notorio que no soy cristiano. Tec nicismos
ajenos a cualquier afecto y, más aún, a pasión alguna me hicieron
apreciar incompatible la apuesta de racionalidad estricta a la cual
llamo filosofía con la apuesta de salvación y esperanza en la cual
cifran los creyentes no solo los cristianos el sentido de sus vidas.
En nada creo.
Es público y notorio que soy cristiano. Veo el mundo en
los cánones de belleza que Renacimiento y Barroco modelaron. Me
conmueven las Vespri della Beata Vergine
de Monteverdi, a pesar de mi ruda ausencia de formación musical. Me
asombra la prodigiosa ficción matemática que un fraile, Andrea Pozzo,
elaborara para la iglesia de san Ignacio en Roma. La lectura de san
Agustín o san Anselmo forma tan parte de mi estructura mental como la de
Platón o Marx. Un amigo me preguntaba, no hace mucho, por qué mi último
libro que está dedicado a Blaise Pascal se llama La máquina de buscar a Dios.
No creo en dioses; pero parte de mi oficio de filósofo está en
historiar cómo construyen a sus dioses los humanos. Y he dedicado igual
tiempo a descifrar los enigmas de la escritura de Pascal que a comentar
línea por línea y casi palabra por palabra la Ética
de Spinoza. Al final, lo cristiano y lo griego están en mí en partes
iguales: son mi horizonte. Y no creo en nada. Porque es mi oficio. Y,
porque es mi oficio, sé que no todos los dioses son iguales.
Como griego y como cristiano esto es, como ateo voy
siguiendo el genocidio de los cristianos en África. Más aún con asombro
que con horror. Que el islam proceda a exterminar a quienes creen en
dioses de otro nombre es trivial. Puede producir horror. Asombro,
ninguno. El asombro no está siquiera en África. El asombro está en la
cristiana Europa, que asiste a esa matanza de cientos de miles de
devotos de Cristo en África con la más pulcra indiferencia. Algo hay de
profundo odio a sí mismo en esta complacencia del europeo con la
aniquilación de los pocos africanos en los cuales pudiera reconocer algo
suyo.
Por los mismos días en los que media Europa exhibía,
quejumbrosa, su disgusto ante el mal trato que da Israel a la banda de
asesinos que gobierna Gaza, Hamás, el califato de Irak dictaba en Mosul
sus primeras leyes. La más crucial de las cuales data del 17 de julio.
Establecía que, para el 19 de ese mes, los cristianos quedaban
proscritos en el territorio del EIIL. Se procedió a marcar con la N de nazara,
«cristiano», las puertas de los hogares caldeos y a confiscarlos. Sus
habitantes quedaban atrapados en una seca alternativa: conversión al
islam o inmediato destierro. No cumplir el mandato es hacerse reo de
pena de muerte; en una zona en la cual las ejecuciones masivas son parte
de la rutina yihadista del nuevo Estado puesto en pie por el terrorista
Abú Bakr al-Bagdadí, bajo su recién estrenada advocación teológica de
«califa Ibrahim».
Es difícil establecer cifras seguras. Los cristianos
llevan años ya huyendo de la zona. Pero no es aventurado calcular en más
de medio millón el número de personas sin distinción de sexo ni edad
amenazadas de muerte por la resolución del «califa». Y hay algo que
hiela la sangre: todas esas buenas almas europeas (cristianas en su
mayoría) que exhiben su escándalo porque una guerra en Gaza produzca
cientos de muertos; y que ni siquiera alcanzan a preguntarse qué es eso
que, sin guerra alguna, mueve a un gobierno coránico a exterminar a
cientos de miles de gentes que practican religiones no del perfecto
gusto del dios propio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario