Padres de la patria
No ha habido suerte en las autonomías a la hora de rebuscar en
la Historia un personaje referente del que se pueda hablar como “padre
de la patria”. Estos días vemos recrudecida la sempiterna disputa sobre
el héroe nacional catalán, Rafael Casanova, quien en última instancia,
si hemos de atenernos a la historiografía y no a la propaganda, fue un
hasburguista que luchó en la guerra de Sucesión contra los partidarios
–también catalanes en parte—de la instauración borbónica, y que fue
derrotado, para acabar sus días ejerciendo de abogado, que era lo suyo.
En cuanto al País Vasco, sabido es que el peneuvismo ve con desconfianza
el interés ajeno por la obra de Sabino Arana, editada por el propio
partido pero escondida a buen recaudo, sobre todo tras el repaso
irrebatible que le propinó Jon Juaristi en “El bucle melancólico” al
poner en evidencia la indigencia ideológica e incluso racional de esa
obra. Los andaluces descubrieron un día –a través de Rojas-Marcos y sus
pioneros– la figura respetable de Blas Infante, una víctima hasta
entonces olvidada del fascismo insurgente cuya obra tampoco resiste una
crítica siquiera medianamente severa, aparte de la que personalmente
pueda hacérsele al personaje –como la fulminante que le hizo Gustavo
Bueno—por sus actitudes personales. No tenemos en esta “nación de
naciones” un Cronwell, un Robespierre, un Garibaldi, un imaginario
“Infante Perfeito”, un Washington y mucho menos un Sigfrido o un
Rolando; nuestros héroes patrios son mucho más modestos y, lo que es
peor, mucho más controvertidos. Es verdad que los héroes se cuestionan y
hasta se caen, a veces, como ha podido ocurrir en Francia con el Jean
Moulin de la Resistencia, pero la norma es que pervivan indiscutidos por
la evidencia de sus méritos, espejo mítico en el que se contemplan sus
ciudadanos. Y eso, por desgracia, no ocurre en nuestras improvisadas
autonomías.
Es posible que esa inviabilidad racional de los “padres de la patria” corra pareja a la que las propias comunidades encuentran a la hora de perfilar sin ambages su identidad, dado que esta suerte de subnacionalismo regionalista no fue menos improvisada que sus símbolos. Que la bandera vasca sea un invento de dos hermanos que recalcaron la inglesa o que el color andaluz sea el verde de los Omeyas son ejemplos que hablan por sí solos. Recordarlo en la hora crepuscular de la nación histórica común me parece que no deja de ser un ejercicio moral y político digno del mayor respeto.
Es posible que esa inviabilidad racional de los “padres de la patria” corra pareja a la que las propias comunidades encuentran a la hora de perfilar sin ambages su identidad, dado que esta suerte de subnacionalismo regionalista no fue menos improvisada que sus símbolos. Que la bandera vasca sea un invento de dos hermanos que recalcaron la inglesa o que el color andaluz sea el verde de los Omeyas son ejemplos que hablan por sí solos. Recordarlo en la hora crepuscular de la nación histórica común me parece que no deja de ser un ejercicio moral y político digno del mayor respeto.
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