De las practicas comunista/facistas utilizadas contra el autor, como mucho otros huelgistas y contrario a la LOMCE no tiene ni idea de esta y menos aún que es el mismo rectorado de la Universidad quien les sube tasas que no reportan en su benficio, pero de esta no dicen nada.
Fuente: El Mundo 25/10/2013 LA OPINIÓN. Autor: José Luis Dader
Derecho de barricada
Soy
un tipo violento. Profesor de la Complutense por más señas. Ayer llego a
mi Facultad y me la encuentro cerrada, con una barricada o persianas
metálicas en cada acceso. Estamos en huelga por decreto. Un puñado de
estudiantes, no más de 30 o 40, están distribuidos en las puertas del
edificio y bloquean desde dentro con mobiliario cruzado cualquier
intento de entrar en él.
Apelo
a mi libertad individual para llegar siquiera a mi despacho, donde me
esperan un puñado de tareas urgentes al servicio de los estudiantes
(certificados de admisión en el doctorado o tonterías parecidas por las
que algunos viajan de lejos o negocian dispensas laborales para
resolverlas). El puñado de revolucionarios que me toca en suerte me dice
que su «derecho a la educación es inalienable» y por ello no pueden
permitir que nadie cometa la «indignidad moral» de saltárselo. Yo decido
saltármelo, empujo el mobiliario y paso dentro. Mientras seis o siete
me rodean para evitar que avance un paso más, otro me acusa de violencia
y de causar destrozos en el mobiliario público (un par de papeleras se
han caído al intentar yo abrirme camino). Cinco minutos antes encontré
averiado el dispositivo eléctrico de entrada al aparcamiento de
empleados. Se conoce que esa parte no es material público y la plancha
de cristal roto atravesada contra una escalera lateral, tampoco.
Podrían
haberme partido la cara, pero tengo suerte: resulta que invocan a
Gandhi. Se me ocurre defender a voz en grito la libertad individual y
algunos sacan sus cámaras y me fotografían. Les digo que eso sí que es
violencia y me responden que es sólo periodismo. Me afean incluso que un
profesor en la materia no sepa algo tan básico. Por cierto, que varios
de los refuerzos que han acudido a reorganizar la barrera se tapan la
cara con bufandas o pasamontañas, no vaya a ser que yo haga también
periodismo con ellos. Les recuerdo que las fotos de identificación en
las manifestaciones eran típicas de la secreta franquista, del KGB, la
Stasi o la policía de Pinochet y se indignan por mis odiosas
comparaciones. Pienso que los polis represivos pueden copiar el hallazgo
y decir que practican fotoperiodismo cada vez que toman imágenes de
quienes causan disturbios. Al fin y al cabo la retórica también es
pública y nadie tiene derecho a quedársela para sí solo. A todo esto, se
me va el hilo de lo que escucho mientras me fijo en las cámaras y
móviles que utilizan mis antagonistas para pasarme luego por sus
redecillas sociales. A mí me costaría permitirme cualquiera de los
modelos que utilizan, con mi congelado y disminuido salario desde hace
cinco años. Pero, como me increpa alguno, ellos son hijos de madres
trabajadoras que no pueden pagar las matrículas y yo alguien
despreciable que vive sin necesidades.
Me
dejan por imposible y camino hasta mi despacho por pasillos a oscuras.
La toma de la Bastilla también ha previsto que los cuadros de luces
queden cortados mientras las señoras de la limpieza hacen lo que pueden
en penumbra, porque a ellas la huelga, a diferencia de los estudiantes,
les supondría una jornada sin salario. En vista de que no podré ni
encender el ordenador, acudo a la entrada. El panorama es el mismo. La
decana y la gerente están delante del piquete, pero guardan un silencio
franciscano. Al menos intentan que los devotos de Gandhi no cambien de
icono sobre la marcha y se organice, como alguien está recordando, lo
del miércoles en otra Facultad: derribo de mesas y hasta de cafés con
leche a quienes no se mostraban suficientemente solidarizados. Resulta
que, en nuestro caso, la cafetería es el único lugar accesible, remanso
de paz en la retaguardia porque probablemente a mitad de la acción algo
habrá que respetar y será la hora del bocadillo.
No
me ponen trabas para salir por la puerta principal, pero tras mi paso
una cadena humana se apiña para impedir que ningún otro ose utilizar el
edificio público a capricho privado. Un estudiante intenta penetrar y es
rodeado y repelido hasta que desiste. Me vuelve a dar otro ataque de
violencia antiuniversitaria y les increpo otro poco por su tufo
bolchevique, ante lo cual me cae otra lluvia de fotos. Sintiéndome un
poco la estrella del día –unos cuantos profesores y funcionarios siguen
la escena a prudente distancia y muda actitud–, decido irme, pues no en
balde las nuevas tecnologías me permitirán la estupidez de seguir
trabajando desde casa los múltiples asuntos que tengo que atender para
mis estudiantes.
Por
el camino pienso en un detalle que olvidé preguntar a los huelguistas:
¿contra quién ejercen su protesta? Aunque, cargado de prejuicios como
estoy, creo saber la respuesta. Nuestro Rector, en cambio, debe estar
bien a salvo de semejante afrenta. Como carece de una uve doble en su
apellido no será motivo de wertgüenza. Porque además, cada vez
que puede, manifiesta su simpatía con quienes ejercen en nombre de todos
el poder de cerrar centros y pisotear los derechos individuales de los
universitarios a los que dice servir. En ésta y en anteriores ocasiones
sus pactos sindicales para los servicios mínimos jibarizados contribuyen
todo lo que esté en su mano para que el titular del campus sea el de la
indignación contra el Gobierno.
Al
parecer no cabe indignarse con que, so capa de los recortes, nuestro
rectorado pretenda cobrar dos veces las tasas de algunas asignaturas en
los másteres, y hasta le moleste que algunos profesores defiendan el
derecho de los estudiantes para que no se cometa ese abuso. Tampoco
parece que sea criticable que a los nuevos estudiantes de doctorado se
les cobre 490 euros de matrícula y a cambio el equipo rectoral se niegue
a destinar un solo euro al pago de sus actividades formativas. Ya se
sabe que el voluntarismo de los profesores y el mantra del «coste cero»
tendrán que obrar milagros. El dinero recaudado así –más de 60.000 euros
sólo en la Facultad de Ciencias de la Información– sería ilícito que se
aplicara finalistamente a actividades del doctorado, tal vez porque sea
imprescindible en la nómina de altos cargos más cercanos al Rector.
Pero
los chicos de las barricadas no parecen saber nada de esto. Ocupados
como están con el Gran Objetivo no pueden distraerse con las
incoherencias del pequeño timonel. Así que se afanan y ufanan con la
adquisición de nuevas «competencias y habilidades» de la subversión
urbana. Lo de conocimientos no es mencionable en el repertorio
lingüístico que les han inculcado los pedagogos posmodernos, que tanto
les han ayudado a alcanzar su actual grado de clarividencia.* José Luis Dader es catedrático de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
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