Hace 760 moría en Sevilla uno de los Reyes mas importantes de la historia de España, Fernando III de Castilla y León.
San
Fernando III de Castilla y de León (1198-1252)
por José M.ª Sánchez de
Muniáin
San Fernando (1198? - 1252) es, sin
hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos
cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas
de España; quizá con Isabel la Católica la más
completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos
humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el
heroísmo; uno de los injertos más felices, por así
decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes
humanos.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia,
Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en
todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos
parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del
triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas de
Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia.
Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras
muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de
Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana
entró en África, y nuestro rey murió cuando planeaba el
paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de
nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá
León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y
administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los
judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos.
Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades.
Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes
Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la
honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de
nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de
las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento
jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es
fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los
territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del
reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le
asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los
pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun
frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal
sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de
Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que
incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo
razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y
cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con
otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la
negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del
prestigio atendió de manera constante, con ternura filial,
reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su
madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores
levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le
sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus
campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero
exigió la debida cooperación económica de las manos
muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y
redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban
sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros
dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando
ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno,
enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y
puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de
Francia, el dechado caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo
que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los
guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el
corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de logar
que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe
cristiana. «Nada parecido hemos leído de reyes anteriores»,
dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la
honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido
político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán
adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien
nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba
ya en el En-xemplo XLI «el santo et bienauenturado rey Don
Fernando».
* * *
Más que el consorcio de un rey y un santo en una
misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de
su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue mortificado y penitente, como todos los santos; pero su
gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda
finalidad de panegírico, la más fría crítica
histórica; es el relato documental, en crónicas y datos sueltos
de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de
Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando
roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus
contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente,
murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para
dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto,
sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio
más gratas a los ojos de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se
casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de
férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano
gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa
providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un
matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice
Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña
Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su
primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas
describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta»
(optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado
Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión
familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo
otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre
doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte
años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la
elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de
San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de
no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de
León cuando tenía sólo diez años, dos
después de la separación de sus padres), habría abrazado
el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le
quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo
altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad
seglar.
* * *
Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No
fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual
retrato que de él nos hacen la Crónica general y el
Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que
le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.
San Fernando era lo que hoy llamaríamos un
deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador.
Buen jugador a las damas y al ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es
delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo.
Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la
música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que
en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey,
el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos
suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas
cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la
afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo
Alfonso X el Sabio, quien nos dice: «todas estas vertudes, et gracias, et
bondades puso Dios en el Rey Fernando».
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de
porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de
conversación y una risueña amenidad en los ratos que
concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran,
pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte
gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.
A un género superior de elegancia pertenece la menuda
noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable,
debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de
a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a
los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito
real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a
los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la
podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más
exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre
observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los
peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo
la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y
echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando
así una costumbre de la Corte de Castilla que ha durado hasta nuestro
siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal
caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de
virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda,
el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el
monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano
caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le
había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero
oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al
matrimonio con un género de profesión o estado que tantos
prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años
después había de armar también caballeros por sí
mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que
se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su
reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran
señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos
configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano
medieval.
* * *
De su reinado queda la fama de las conquistas, que le
acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la
guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el
Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones
o «cabalgadas» de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que
vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y
desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de
disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes
campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la
persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la
fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No
lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va
reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los
municipios, las recién fundadas universidades; su administración
de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares
relaciones con los otros reyes de España, su administración
económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades
conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho
español, su protección al arte. Esa es la segunda
dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo
parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador
moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la
prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. «San
Fernando –dice Ballesteros Beretta en un breve estudio
monográfico– practica desde el comienzo una política de
lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una política
sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par». Lo subraya
en su puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la reconquista patria,
respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro,
no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá
en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe
cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó
en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y
éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de
infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del
rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería
quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones
con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un
legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el
África una faz distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a
sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa
María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en
expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de
su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado
«atleta de Cristo» y «campeón invicto de
Jesucristo». Aludían a sus resonantes victorias bélicas como
cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual
el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar
con toda verdad –se aventura a decir el mesurado Feijoo– que en otra
nación alguna non est inventus similis illi [no se ha encontrado
ninguno semejante a él].
Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar
el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de
depresión espiritual.
Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien,
¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al
servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?
Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su
mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto
nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal
de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el
caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros
y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se
entusiasmó, dice la Crónica latina: «irruit... Domini
Spiritus in rege». Veían los suyos que todas sus decisiones iban
animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para
asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.
Diligencia significa literalmente amor, y negligencia
desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no
ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad
operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por
ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en
el fondo tan elocuente como éste: «no conoció el vicio ni el
ocio».
Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de
oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la
ayuda de Dios sobre su pueblo. «Si yo no velo –replicaba a los que le
pedían descansase–, ¿cómo podréis vosotros
dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de todos los santos,
mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento
y a la Virgen María.
A imitación de los caballeros de su tiempo, que
llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una
anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa
María, la venerable «Virgen de las Batallas» que se guarda en
Sevilla. En campaña rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval
del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó
una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la
«Virgen de los Reyes», que preside hoy una espléndida capilla
en la catedral sevillana. Renunciando a entrar como vencedor en la capital de
Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo
triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su
devoción mariana. Florida y regalada herencia.
La muerte de San Fernando es una de las más
conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una
soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios
consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en
éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez
Pelayo: «El tránsito de San Fernando oscureció y dejó
pequeñas todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal
fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida
interior ¿quién podría hablar dignamente sino los
ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos
éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus
victorias?»
San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente;
pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo
este epitafio impresionante:
«Aquí yace el Rey muy honrado Don
Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de
Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el
que conquistó toda España, el más leal, é el
más verdadero, é el más franco, é el más
esforzado, é el más apuesto, é el más granado,
é el más sofrido, é el más omildoso, é el
que más temie a Dios, é el que más le facía
servicio, é el que quebrantó é destruyó á
todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos
sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de
toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en
la era de mil et CC et noventa años.»
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e
interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado
en nuestra Patria.
José M.ª Sánchez de Muniáin,
San Fernando III de Castilla y León , en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523- 531.
San Fernando III de Castilla y León , en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523- 531.
No hay árbol recio ni consistente sino aquel que el viento azota con frecuencia. Lucio Anneo Séneca