martes, 17 de febrero de 2015

Símbolos franquistas

Fuente: ABC 13/02/2015 EL RECUADRO  Autor: Antonio Burgos

Símbolos franquistas
Un señor que por lo visto no tiene nada más importante que hacer, en vez de irse por las tardes a jugar al dominó a la Peña Trianera, que sería lo suyo, se ha dedicado a denunciar a treinta y ocho alcaldes españoles, porque dice que mantienen en sus ciudades símbolos del franquismo. Como si no hubiera paro, ni los chavales con Derecho más Económicas no se tuvieran que ir a Alemania; como si aquí ningún político hubiera metido la mano en el cajón; como si el sistema mismo no estuviera amenazado por unos criptocomunistas coletudos que lo malo no es lo granujas que son, sino lo pronto que han aprendido a serlo... Como si nada de eso pasara, y el crédito a las pequeñas empresas y a los autónomos fluyera como el Guadalquivir por Gelves, y no estuvieran atorados los juzgados mercantiles con las suspensiones de pagos, a este señor no se le ocurre más que dedicarse al rebusco de yugos y flechas.
Y entre los alcaldes denunciados, Zoido. Como si los anteriores del Ayuntamiento no se hubieran hartado de quitar nombres de calles que les olían a dictadura, con casos de evidente injusticia histórica, como el General Merry, que estuvo en la guerra...de Cuba; o de Domingo Tejera, el periodista carlista al que Franco le cerró el diario; o Fal Conde, a quien el dictador desterró de Sevilla. ¡Lo que es el no saber!
Zoido ha respondido al denunciante diciéndole que le señale dónde hay un solo símbolo franquista en Sevilla, que lo quita del tirón. Mejor que no se lo señalen a usted, Don Zoido, porque se puede ver un número. Gran parte de la Sevilla que conocemos, con barriadas enteras y hospitales incluidos, es un símbolo del franquismo. O sea, que como haya que acabar con esos símbolos, de momento hay que echar abajo la calle Imagen enterita, porque es el máximo exponente del urbanismo franquista. Y como tengamos que acabar con los símbolos del franquismo, de momento nos quedamos sin hospitales, porque los gobiernos de Franco levantaron el Virgen del Rocío y el Macarena, los dos, que no se pongan ahora medallas los de la Junta y los siete mil millones de paniaguados de bata blanca que están enchufados con su carguete en el SAS.
Si Zoido quisiera acabar con los símbolos del franquismo, de momento tenía que llamar a mi querido amigo Pavón el Derribista y dejar la Plaza del Duque como la palma de la mano, porque todos los crímenes arquitectónicos que la componen, todos, se perpetraron durante la dictadura, cuando un alcalde que era catedrático de Historia del Arte autorizó el derribo de los Almacenes del Duque, de la Casa Sánchez Dalp, de la Casa Cavaleri, del Colegio Alfonso el Sabio y del Hotel Venecia. Y por supiesto que allí las Comisiones Obreras se iban a quedar sin sede, porque ocupan el edificio de los Sindicatos Verticales del franquismo. Y la mitad de la población sevillana tendría que irse a vivir en campamentos de refugiados, porque habría que demoler inmediatamente el Polígono de San Pablo, Las Letanías, Los Diez Mandamientos, Los Pajaritos, Pío XII, El Tardón, La Barloa y docenas de barriadas más de pisos entregados a los trabajadores por la dictadura. ¿Seguimos? Si se trata de acabar con los recuerdos del franquismo, la antigua Fábrica de Tabacos tiene que volver a ser factoría de farias y picadura fina. Y hay que echar abajo la mitad de los edificios universitarios de Reina Mercedes. Ah, y prepárense para pasar sed, porque habría que dinamitar La Minilla, El Pintado y la mayor parte de los pantanos de la red de abastecimiento de agua a Sevilla.
¡Cuántas chorradas, Dios mío! ¿Pero es que no van a dejar de acordarse de las castas del franquismo para pasar a denunciar los escándalos de la Junta, que ésos sí que son gordos? Y si usted, por decir yo estas cosas obvias, me llama facha y franquista, le recordaré, so pedazo de mamón, que fui antifranquista cuando había que serlo: con el dictador vivo en El Pardo y con la Brigada Político-Social deteniendo y enchironando a la gente en los sótanos de La Gavidia, cuando te la jugabas por pedir libertad y democracia. La Social en La Gavidia... Otro edificio que también habría que echar abajo. ¡Tequiyá a lo que rima con "abajo"!

domingo, 28 de diciembre de 2014

Fahrenheit 451

Fuente: Huelva Información  19/12/2014  Autor: Manuel Sánchez Ledesma

Fahrenheit 451
No se puede negar la asombrosa capacidad profética de Bradbury ya que 60 años después nuestra sociedad se parece bastante a la que él imaginó.


"Fahrenheit 451: La temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde". Así comienza la famosa novela de ciencia ficción del mismo título escrita por Ray Bradbury en 1953 y posteriormente adaptada al cine por François Truffaut en 1966. La historia se desarrolla en un futuro no demasiado lejano en el que el protagonista, Montag, pertenece a un peculiar cuerpo de bomberos que con el anagrama F451 inscrito en sus cascos se dedican no a la tarea de extinguir incendios (las casas de ese momento se supone que están construidas con materiales no inflamables) sino que tienen la misión de provocarlos por el procedimiento de quemar cualquier libro que encuentren. 
La razón de la existencia de tan contranatural servicio público hay que buscarla en que, en ese hipotético futuro, los libros son considerados objetos indeseables porque, según el gobierno, leer llena de angustia a los ciudadanos y les impide ser felices al obligarlos a reflexionar sobre la realidad que les rodea, en consecuencia, el trabajo de Montag y su patrulla es encontrar los libros, rociarlos con petróleo y quemarlos con diligencia y eficacia sin cuestionarse en ningún momento el por qué de lo que hacen. 
Tras una dura jornada laboral ejerciendo de cualificado pirómano, Montag llega a casa donde le recibe sin demasiada efusividad su esposa, una mujer que se pasa el día mirando ensimismada la pantalla de televisión que ocupa toda una pared del salón de la casa y que, al parecer, le proporciona todo el entretenimiento y la información que necesita. Será el casual encuentro con otra mujer lo que le hará cuestionarse su manera de vivir y despertará en él su curiosidad sobre los libros que quema. El bombero siente una atracción instantánea por Clarisse (papel encarnado por nada menos que por una Julie Christie en el esplendor de su belleza justo después de haber dado la réplica como Lara a Omar Sharif enDoctor Zhivago). De ella aprenderá el motivo por el que los libros son tan temidos por los gobernantes: "leyéndolos, las personas querrían pensar por sí mismas". 
Convencido, ya sea por la solidez de los argumentos de la chica, ya por sus encantos corporales o por ambas cosas a la vez, el bombero reniega de su vida incendiaria y termina abandonando a su mujer que está completamente absorbida por esa sociedad enfermiza al punto de ser ella misma quien decide denunciarle a las autoridades. Así Montag un día se sorprende al ver que la tarea de su patrulla es quemar su propia casa. Descubierto, el ya ex bombero pasa a la clandestinidad, se reencuentra con Clarisse y entra a formar parte de los "hombres-libros" un grupo de personas que habiendo logrado burlar a la ley, se aprenden un libro de memoria -cambiando incluso su nombre por el del libro y su autor- al objeto de conservarlo sin caer en el delito, esto es, reinventan la tradición oral de los pueblos primitivos ya que aunque se quemen todos los ejemplares de una obra, su contenido se perpetuará para conocimiento de las futuras generaciones de insurrectos contra el sistema a través de los "libros vivientes". 
No se puede negar la asombrosa capacidad profética de Bradbury ya que apenas 60 años después, nuestra sociedad se parece con bastante exactitud a la que él imaginó: hedonista, infantilizada y conformista. La televisión ocupa el lugar principal en las relaciones familiares y es a través de ella, como los ciudadanos obtienen la información y el entretenimiento que los poderes públicos consideran oportunos. Es el mejor de los instrumentos políticos ya que cumple con extrema eficacia el triple objetivo para el que se programa: adormecer las conciencias, crear opiniones favorable a los poderes instituidos y controlar a las masas. Sin embargo, en el asunto de los libros el novelista americano se quedó corto ya que si bien acertó de pleno al profetizar que en el futuro se leería muy poco y se pensaría menos; sobrestimó al hombre común al considerar que sería necesario que los gobernantes cercenaran o, al menos, entorpecieran las posibilidades de acceder a la cultura y el conocimiento puesto que, en caso contrario, la gente -se supone que ávida de saber- se podría instruir y rebelarse contra el orden establecido. 
En realidad no ha sido necesario quemar libros porque lo que están haciendo es "quemar" nuestras neuronas. Han bastado unos cuantos años de escuela "moderna y progresista" para que un elevado porcentaje de niños (españoles) terminen el periodo escolar adoleciendo de una total falta de comprensión lectora, es decir, no entendiendo ni jota de lo poco que leen porque algo tan vital como la lectura que antaño se fomentaba obligando a los alumnos a leer en voz alta en clase (amén del pertinente dictado diario) hoy es considerado un asunto secundario frente al objetivo principal de adoctrinar a los niños con asignaturas como Educación a la ciudadanía que les preparará para ser "buenos ciudadanos" en el sentido políticamente correcto de la expresión. 
Si a este "entontecimiento" de la enseñanza le sumamos el encandilamiento producido por las novedades tecnológicas que permiten que la gente se entretenga sin discurrir; resulta bastante lógico que el simple hecho de abrir un libro se convierta en una penosa tarea que pocos individuos están dispuestos a emprender. La esclavitud intelectual es mucho más sofisticada que la descrita por Bradbury. No es que el Estado no quiera que piensen sus súbditos, son estos los que abominan de tener que realizar una actividad tan engorrosa y aburrida. Ni siquiera es necesario destruir los libros -es más, cada año se publican más títulos- las autoridades son conscientes de que no hay peligro... nos acercamos diligentemente a nuestro grado óptimo de idiotización: "Twiter te hace pensar que eres sabio; Instagram que eres fotógrafo y Facebook que tienes amigos... El despertar va a ser muy duro.

lunes, 20 de octubre de 2014

Pablo Manuel, simplemente

Fuente: El Mundo 20/10/2014 Autor: Santiago González

Pablo Manuel, simplemente
Desde que Fidel vive en su sombra y Felipe pasó a ser Glez por pluma de Umbral, ya solo quedan dos líderes a quienes llamamos por el nombre de pila: el Papa, que se despojó del ordinal para ser Francisco y el líder de Podemos, a quien los columnistas han ungido como simplemente Pablo. Todos somos Cintora en esto, aunque debo confesar que yo, algo menos confianzudo que el común de mis colegas, usaré su nombre de pila completo: Pablo Manuel. ¿Cómo le iba a ganar en el Congreso ese tocayo suyo que necesita apellido? Eso sin contar con que Pablo Echenique propone una secretaría general tridimensional, que es confundir la política de hoy con la de la antigua Roma o elevarla a los cielos, vía Santísima Trinidad.
«Nos temen porque somos eficaces», dijo. Qué eficacia puede exhibir gente que no tiene experiencia de gestión alguna. Un detalle: Pablo Manuel se querelló contra Esperanza Aguirre a quien reclamaba 100.000 euros por injurias. No se presentó al acto de conciliación y envió en su lugar a Monedero. Ni éste, ni su abogado, otro eficaz, pensaron que necesitaría un poder notarial para representar al partido. En consecuencia, unas horas antes de cantar su eficacia perdieron la demanda y 1.500 euros de costas. Con todo, su gran frase fue la del sábado: «El cielo no se toma por consenso, sino por asalto». Asaltar cielos pretendo, si me permiten la paráfrasis.
Una cita del autor de El Capital, dicen, pero qué va. Marx, es lo que tiene, que de sus palabras se aprovecha todo, como de las carnes del cerdo. La expresión figura en una carta que dirige a su amigo Kugelmann el 12 de abril de 1871 sobre la Comuna de París. En la misiva ya prefigura la derrota de los asaltacielos, con razón: faltaba mes y medio para la Semana Sangrienta que significó el fin de la Comuna, más de 30.000 muertos y la aplicación de la Ley Marcial en París durante cinco años.
Es más probable que Pablo Manuel, muy cinéfilo, tomara la expresión del documental Asaltar los cielos, que López Linares y Rioyo dirigieron en 1996 sobre Mercader, (Jaume Ramón), militante del PSUC y miembro del KGB, que en 1940, bajo la identidad de Jacques Mornard, hundió un piolet en el cráneo del viejo León Trotsky. La frase de Marx adquiere un tono sarcástico en el título y hace inquietante la consigna de Pablo Manuel.
Pero los dirigentes de Podemos son gramscianos confesos. Cabría preguntarse de qué habla el hombre cuando llama a asaltar los cielos. El fundador del PCI es el teórico de la guerra de posiciones frente a la de movimientos, del consenso frente al asalto; el intelectual que teorizó sobre los aparatos ideológicos del Estado y la hegemonía o consenso social.
Después de leer el libro más interesante de Pablo Manuel Iglesias, Maquiavelo frente a la gran pantalla, tengo la ligera impresión de que este chico no ha acabado de entender todas las películas de las que escribe. De ahí que casi siempre les reproche un exceso de llamadas a la reconciliación y de equidistancia entre los buenos y los malos, y una insuficiencia de la lucha de clases en su trama argumental. Son películas explicadas a caperucitas, al igual que las de Juan Carlos Monedero, que copia a aquel par incomparable formado por Armand Mattelart y Ariel Dorfmann, autores en 1972 de un manual titulado: Para leer al Pato Donald.
El intelectual Monedero contaba en la tele bolivariana que en El Rey León, se identifica al malo con el Ayatola Jomeini. No explicaba por qué el imperialismo combatía en 1994 a Jomeini, muerto cinco años antes, cuando el mal de presente era Sadam Husein. Monedero también ve «recado» en el garfio del enemigo de Peter Pan. ¿No recuerda el gancho a la hoz que conforma el anagrama del comunismo? Un problema: El autor de Peter Pan, J.M. Barrie, creó este personaje en 1901 y su estreno teatral, con su Wendy, sus niños perdidos y su Garfio se produjo en diciembre de 1904. Faltaban 13 años para la Revolución de Octubre y para que la hoz y el martillo tuvieran algún significado.
Ayer, el congreso de Podemos aprobó el impago de la deuda, una medida que nos daría grandes facilidades financieras en el futuro. El asunto de verdad, la organización de Podemos como partido, el duelo entre Pablo Manuel y Pablo Echenique se resolverá la próxima semana, con el voto de los 132.000 afiliados.
No sé por qué, pero a pesar de que los partidos españoles se han ganado a pulso el voto de castigo que supuso Podemos en las europeas, no acabo de ver en Pablo Manuel la cara del próximo presidente del Gobierno, por mucha ilusión que le haga y mucho que le aúpen las columnas. Las europeas eran gratis.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Aquel malvado y digno Drácula

Fuente: XLSemanal   15/10/2012  PATENTE DE CORZO  Autor: Arturo Pérez-Reverte

Aquel malvado y digno Drácula
Se ha mosqueado alguno -son los inevitables daños colaterales de esta página pecadora- porque hace un par de semanas, choteándome del lenguaje socialmente correcto, comenté que en eso, como en otras cosas, los españoles somos cada vez más gilipollas. Y un lector me reprocha que aplique el adjetivo en términos generales, sin matizar. Eso me recuerda un viejo chiste. Después de meter la pata en algo, un fulano comenta a un amigo suyo: «Somos gilipollas». El amigo responde: «No pluralices»; y entonces precisa el otro: «Bueno, vale, no pluralizo. Eres gilipollas».

Seamos justos. Aunque España es un lugar especialmente fértil para que toda estupidez propia o foránea arraigue y se reproduzca gorda, gallarda y lustrosa, el fenómeno no es sólo de aquí. Sólo somos otra panda de memos, a fin de cuentas. El fenómeno es internacional. Pensaba en eso esta mañana, viendo la publicidad de una película. Vampiros buenos y guapos que se enamoran y tal. Con sus penas y su corazoncito. Quizá es porque a los de mi quinta los vampiros nos parecieron siempre unos perfectos hijos de puta, o sea. Murciélagos con pretensiones. Gente vestida de etiqueta, fea de cojones, que se limitaba a su obligación, chuparles la sangre del pescuezo a señoras estupendas, habitualmente en camisón, y no se planteaba sentimientos ni puñetitas a la luz de la luna. Como mucho, meditaban sobre la soledad del vampiro, la eternidad y tal, dentro de un ataúd o sentados en una lápida del cementerio; pero no andaban de guateques, conducían motos o se morreaban escuchando canciones de Shakira. Por no hablar de los zombis, oigan. Aquellos muertos vivientes que antes se querían colar en la casa del bueno y merendarse a la familia, y ahora lo mismo bailan en discotecas que cuidan de su novia o de su mejor amigo. Zombis y vampirillos adolescentes, guapitos, imberbes, vestidos así como en Zara, y que parecen recién salidos del instituto. Los muy capullos.

Si nos vamos a los cuentos para niños y los dibujos animados, ni les digo. Chorrean mermelada hasta echar la pota. Todo cristo, incluso los malos tradicionales de toda la vida, es ahora bueno y simpático: vampiros, ogros, marcianos, magos, asesinos, bandoleros y demás, son de un entrañable que revuelve las tripas. Hasta las brujas malas -que además suelen estar anatómicamente potables en sus versiones modernas- tienen siempre una escena en la que se explica la razón freudiana por la que la sociedad las hizo perversas como son; e incluso algunas cambian de bando al final, movidas por la compasión y los sentimientos naturales en todo ser humano. Etcétera. Y qué decir de los malos de pata negra, con solera, como los piratas. Eso ya es para no echar gota. Ahora la única diferencia entre un feroz filibustero del Caribe y un reno de Santa Claus es que el filibustero lleva un parche en un ojo. Si no me falla la memoria, el último malo de verdad en una película de dibujos animados -admirable malo a secas, auténtico, digno, sin mariconadas, malo como Dios manda- era el capitán Garfio.
Dirá alguno de ustedes que qué pasa. Por qué ha de ser negativo que los malos sean buenos. Y a eso responde el simple sentido común: transformar en figuras adorables a todos los personajes que tradicional y universalmente han venido siendo claves para encarnar el mal en la imaginación de los hombres, en las fábulas, relatos y ejemplos con los que nutrimos el imaginario de niños y jóvenes, es escamotear referencias útiles, símbolos necesarios para identificar el mundo que los aguarda, y para sobrevivir en él. Un niño, sobre todo, necesita saber claramente que existen el bien y el mal, e incluso que la misma Naturaleza tiene sus propias maldades objetivas, intrínsecas. Sus reglas implacables. Y que, por todo eso, el mundo, la existencia, son territorios imprecisos, lleno de cosas hermosas pero también de amenazas y enemigos hostiles. De maldad y negrura. A ver cómo van a enfrentarse después a la vida y sus brutalidades unos chicos educados en la idea perversa de que todo lo real o imaginado es bueno, o puede serlo. De que el bien siempre triunfa, los pajaritos cantan y el mal se disuelve bajo la luz de la verdad, el amor y la razón. De que hasta los tiburones, los buitres y las serpientes son bondadosos. De que los malos no existen. Hacerles creer eso es criminal, pues sentencia a muerte, deja intelectualmente indefensos, a quienes necesitarán más tarde mucha lucidez y mucho coraje para sobrevivir en este mundo hostil. En la educación de un niño, la figura del malvado, la certeza de su negra amenaza, es incluso más necesaria que la del héroe.

sábado, 26 de julio de 2014

Exterminar cristianos

Fuente: ABC   24/07/2014    Autor: Gabriel Albiac
 
Exterminar cristianos
Voy siguiendo el genocidio de los cristianos en África. Más aún con asombro que con horror
ES público y notorio que no soy cristiano. Tec nicismos ajenos a cualquier afecto –y, más aún, a pasión alguna– me hicieron apreciar incompatible la apuesta de racionalidad estricta a la cual llamo filosofía con la apuesta de salvación y esperanza en la cual cifran los creyentes –no solo los cristianos– el sentido de sus vidas. En nada creo.
Es público y notorio que soy cristiano. Veo el mundo en los cánones de belleza que Renacimiento y Barroco modelaron. Me conmueven las Vespri della Beata Vergine de Monteverdi, a pesar de mi ruda ausencia de formación musical. Me asombra la prodigiosa ficción matemática que un fraile, Andrea Pozzo, elaborara para la iglesia de san Ignacio en Roma. La lectura de san Agustín o san Anselmo forma tan parte de mi estructura mental como la de Platón o Marx. Un amigo me preguntaba, no hace mucho, por qué mi último libro –que está dedicado a Blaise Pascal– se llama La máquina de buscar a Dios. No creo en dioses; pero parte de mi oficio de filósofo está en historiar cómo construyen a sus dioses los humanos. Y he dedicado igual tiempo a descifrar los enigmas de la escritura de Pascal que a comentar línea por línea y casi palabra por palabra la Ética de Spinoza. Al final, lo cristiano y lo griego están en mí en partes iguales: son mi horizonte. Y no creo en nada. Porque es mi oficio. Y, porque es mi oficio, sé que no todos los dioses son iguales.
Como griego y como cristiano –esto es, como ateo– voy siguiendo el genocidio de los cristianos en África. Más aún con asombro que con horror. Que el islam proceda a exterminar a quienes creen en dioses de otro nombre es trivial. Puede producir horror. Asombro, ninguno. El asombro no está siquiera en África. El asombro está en la cristiana Europa, que asiste a esa matanza de cientos de miles de devotos de Cristo en África con la más pulcra indiferencia. Algo hay de profundo odio a sí mismo en esta complacencia del europeo con la aniquilación de los pocos africanos en los cuales pudiera reconocer algo suyo.
Por los mismos días en los que media Europa exhibía, quejumbrosa, su disgusto ante el mal trato que da Israel a la banda de asesinos que gobierna Gaza, Hamás, el califato de Irak dictaba en Mosul sus primeras leyes. La más crucial de las cuales data del 17 de julio. Establecía que, para el 19 de ese mes, los cristianos quedaban proscritos en el territorio del EIIL. Se procedió a marcar con la N de nazara, «cristiano», las puertas de los hogares caldeos y a confiscarlos. Sus habitantes quedaban atrapados en una seca alternativa: conversión al islam o inmediato destierro. No cumplir el mandato es hacerse reo de pena de muerte; en una zona en la cual las ejecuciones masivas son parte de la rutina yihadista del nuevo Estado puesto en pie por el terrorista Abú Bakr al-Bagdadí, bajo su recién estrenada advocación teológica de «califa Ibrahim».
Es difícil establecer cifras seguras. Los cristianos llevan años ya huyendo de la zona. Pero no es aventurado calcular en más de medio millón el número de personas –sin distinción de sexo ni edad– amenazadas de muerte por la resolución del «califa». Y hay algo que hiela la sangre: todas esas buenas almas europeas (cristianas en su mayoría) que exhiben su escándalo porque una guerra en Gaza produzca cientos de muertos; y que ni siquiera alcanzan a preguntarse qué es eso que, sin guerra alguna, mueve a un gobierno coránico a exterminar a cientos de miles de gentes que practican religiones no del perfecto gusto del dios propio.